Cuando el capitán dio el aviso de que ya se avistaba tierra, salió corriendo
de su camarote y subió a cubierta. Apenas una línea en el horizonte.
Estaba sentado en el muelle, oteando las naves que se dibujaban en aquella fina línea que apenas determinaba el fin del mar y el principio del cielo.
Una mujer anciana vestida de negro, con pañuelo de este mismo color en la
cabeza, se acerco a él, apoyada sobre su bastón de madera.
–¿Aún estas aquí? –le dijo la mujer.
Él sonrió ampliamente
–Como cada día.
–Como siempre –gruñó– pierde la esperanza y márchate de una vez.
–No puedo, no sin antes verla.
–¡Márchate! –se fue murmurando y maldiciendo por lo bajo.
Él no borró la sonrisa de su cara y fijó la vista de nuevo en el mar.
«Estoy seguro, hoy es el día.»
...La misma frase de siempre.
Cada vez faltaba menos, podía ver desde la proa una colina con un columpio de dos sogas y un neumático colgado de un árbol mucho más grande de lo que ella recordaba. Aquel lauro, a diferencia de ella, había echado raíces y crecido en aquella isla tan pequeña y tan aislada del mundo. Mil recuerdos le asaltaron por cada rincón de su mente y, pese a todo, la melancolía de su corazón no conseguía arrancarle una lágrima; sus experiencias de la vida la habían forjado un carácter fuerte que la hacía ahogar sus sentimientos.
El viento cálido del mar mecía su pelo y acariciaba su cara, como si quisiera darle la bienvenida a aquel lugar que la vio crecer un tiempo atrás, que guardaba sus recuerdos y su infancia, aquel pequeño islote en medio del mar... su hogar.
disculpe señorita, me daría su autógrafo, soy un gran admirador
ResponderEliminarNo sé que hacer, si comentar que me encanta o simplemente aplaudir.
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